Las mejores críticas suelen provenir de nosotros mismos.
viernes, 31 de diciembre de 2010
Nuevos rumbos
viernes, 24 de diciembre de 2010
Pezuñas blandas
Si te soy sincera, nunca he creído, aunque sí entendido, tu particular visión del mundo. En realidad, el pragmatismo es una buena manera de dejar de convivir con el sufrimiento y aprovechar con intensidad cada minuto. Haces lo que crees que te conviene, partiendo en todo momento del amor propio y del egoísmo natural que, según tú, es capital para no perder el tiempo enclavándonos en el pasado.
Al principio no te comprendía. Me enzarzaba en absurdas discusiones contigo sin entender que tu filosofía de vida estaba muy marcada, al igual que la mía, y que lo más provechoso sería intentar compartir puntos de vista y aceptar algunos consejos del uno y del otro.
Aprendí, y sigo aprendiendo, mucho de ti. Me estás enseñando a dejar de apoltronarme, de acongojarme sin justificación y de sollozar por lo que quedó atrás y demostró que no estaba hecho para mí. Pero aún así nunca sabré retirarme como lo haces tú: con elegancia y discreción, compartiendo instantes con otros a los que regalas sonrisas para después desaparecer porque tienes mejores cosas que hacer al día siguiente. Anoche decidí que, esta vez, tú tendrías que aceptar mi consejo. "Sigue tu senda", te dije, "pero sin dañar a los demás. La mayoría de las personas no asimilan tu carácter ni que la soledad sea tu copiloto en el camino".
Sin embargo, la mejor lección por mi parte ha venido de la mano de los hechos. Quizá se te había olvidado, pero tras estos meses tu abrazo ha sido como el de un niño dulce y enmadrado que necesitaba recuperar el calor de su casa. No sé si soy yo la más adecuada para etiquetarme como acogedora, pero lo cierto es que fuimos un hogar mutuo durante esas semanas de sol asfixiante: unos días en los que, por mucho que nos escociese el calor, la lluvia se empeñaba en mojar nuestras almas.
Fueron unos momentos en los que la tristeza mostraba su rostro más amable y nos recompensaba por las horas de sueño perdidas y la infelicidad injustificada. Cada gesto no tenía por qué tener sentido: sólo era una muestra de cercanía y de apoyo mutuo que, a pesar de tu filosofía tan voceada, esa vez no surtió efecto. No necesitabas razones para pasear conmigo a la orilla del río y dejar que el reloj corriese entre carcajadas. Tan sólo te hacía falta un motivo para creer en la amistad.
Y así has vuelto: tan superficialmente descreído como siempre, pero añorante de gestos y palabras cómplices. Tus azules ojos de gato ya no lucen como siempre, sino que, al conversar, los he visto relucir más de la cuenta; y he creído adivinar que, bajo tu habitual sonrisa educada, había una satisfacción implícita que indicaba lo que querías comprobar desde hacía tiempo: que los amigos reales, aunque escasos, existen y mantienen su esencia cuando vuelven a encontrarse.
Lo mejor de todo es que tu calidez sigue siendo la misma; aunque esté a merced de la luna de invierno.
Reflexionando...
La amistad no tiene un valor de supervivencia, sino más bien es una de las cosas que da valor a la supervivencia.
C.S. Lewis
jueves, 2 de diciembre de 2010
La bofetada
Olvidarte no es cuestión de cerrar los ojos.
domingo, 17 de octubre de 2010
El ascenso
Reducir la velocidad nos ayuda a comprender mejor lo que nos rodea.
Tanta enredadera mental nunca lleva a buen puerto si no sabemos pararnos un instante a contemplar nuestras circunstancias. Sí: hoy podría haber estado abrazando a las que eran, con seguridad, dos de las más importantes personas de mi vida. Podría haber sonreído de emoción en nuestro día, y atesorar cada segundo junto a ellas en la memoria. Habría sido un día de los que se rodean con un círculo rojo en el calendario. Pero esa era mi vida de entonces.
Por ello, hoy es también el día en el que he logrado dilucidar en qué punto de mi camino me hallo. Se suele comparar la vida con una montaña rusa que, con sus ascensos y caídas, nos adentra en momentos de éxtasis absoluto, que nos arrancan carcajadas y nos hacen flotar soltando las manos en el aire para sentir con más intensidad. También se puede afirmar que dicha montaña rusa nos lleva por sendas rígidas y confusas, en las que, con el cuello tirando y los brazos tensados, tratamos de mantener nuestras esperanzas vivas a pesar de que el camino que se avecina parezca tortuoso.
Tú fuiste una caída en picado. Al igual que en las atracciones más potentes, provocaste un descenso sin previo aviso: precipitado, confuso, doloroso. De los que dejan sin aliento y nublan la vista, hasta que llegamos a asimilar qué ha ocurrido y dónde hemos llegado a parar.
Una vez que desprendemos nuestras uñas de la barra de seguridad, hincadas en ella hasta dejar marcas, llegamos a entender las cicatrices que nos han quedado. Se trata de estigmas profundos, que quizá nunca desaparezcan de nuestra piel y nos recuerden, durante el resto de nuestro largo trayecto, las incomodidades que sufrimos y el terror que experimentamos cuando, coronando la atracción, contemplamos con pavor la enorme bajada que se avecinaba.
Sin embargo, no podemos permanecer quietos eternamente observando nuestras heridas. Poco a poco, vamos haciéndonos la composición de lugar, para percatarnos de cuál es la situación y altura a la que se sitúa el vagón en el que viajamos. Han transcurrido semanas en las que, casi sin ver, oír y sentir, me he mantenido en una planicie apática y yerma, hasta el punto de que no me importaba si me volvían a lanzar al vacío. De hecho, lo anhelaba: prefería caer en picado, acaso sin cinturón de seguridad, para que mi corazón despertase de súbito y volviera a sentir algo que lo sacudiera.
Tal automutilación no podía durar demasiado tiempo: llega un instante en el que, observando con cierta resignación y nostalgia lo que dejamos atrás, consideramos que deberíamos estar mejor preparados para el siguiente descenso, conscientes de que, a diferencia de las montañas rusas reales, ésta no efectúa segundos viajes.
Las reacciones ante este hecho pueden ser variadas, pero la más común consiste en abrocharse el cinturón de seguridad, ajustar la barra delantera y sentarnos en un completo ángulo recto para evitar males mayores. "No me volverá a pasar", sentenciamos.
Pero la rigidez no puede eternizarse pues, al fin y al cabo, somos hombres que, con sus debilidades, se amilanan al toparse de nuevo con la belleza. A pesar de que nos esforcemos en centrarnos en la rectitud de nuestra vía, siempre llegarán curvas que nos hagan movernos y, probablemente, nos pongan del revés para recordarnos que la complejidad de la existencia es absoluta y, por esta misma razón, emocionante.
Es en estas circunstancias cuando, con los músculos ligeramente relajados y bajo la premisa de ser razonablemente cauta, saltaste de un golpe en mi asiento y me agarraste de la cintura. Mi primera reacción fue de extrañeza: ¿acaso iba a mejorar esto mi viaje o me despistaría, provocándome un coscorrón en la siguiente bajada? Pero, como en todo encuentro que se precie, el conocimiento mutuo es la mejor arma para disipar dudas.
Así es cómo descubrí que, a diferencia del sentimiento por él, que embestía mi alma y mis sentidos con una fuerza arrolladora, destrozándolos cada vez que les asestaba un golpe, tú sabías arrullar mi corazón para despertarlo con suavidad. Bostezando, levantó las pestañas y recibió a un nuevo dueño que sabía hacerlo latir, despacio y con calma, de nuevo. La paciencia y la comprensión han sido dos medicinas clave en la recuperación de un órgano que, lejos haber sanado totalmente, va saliendo de su convalecencia con la sonrisa del que sabe que las esperas siempre son -tarde o temprano- recompensadas.
Tú me has enseñado que, probablemente, las casualidades no existan. Predecir el futuro de nuestras almas sería quizá excesivo: somos simples humanos y el sino, si es que así lo estima, permitirá que permanezcamos sincronizados como hasta ahora. O quizá sitúe un obstáculo en la montaña rusa y nuestros caminos se bifurquen.
Que esto ocurra así está en nuestras manos: siempre me ha gustado tenderle trampas al destino.
Y agarrarme fuerte a ti, en el fondo, no es muy complicado.
Reflexionando...
Madre Teresa de Calcuta
viernes, 13 de agosto de 2010
Cegueras
Hasta hace muy poco tiempo, siempre había creído en los flechazos. Fantaseaba con la posibilidad de hallar a alguien puro y verdadero, y de poseer, súbitamente, la certeza de que nos pertenecíamos el uno al otro con apenas una lenta mirada, tan real como la materia más palpable.
Pero pasé por alto un detalle crucial: que no se puede mirar sin tener los ojos preparados para ello. Y que las emociones no sólo nos oprimen el pecho o nos provocan temblores, sino que también clarifican la mente.
Sin raciocinio, el amor no existe como tal. La pasión desenfrenada y las necesidades acuciantes conducen a sentimientos poco premeditados, y éstos llevan a una pérdida de los sentidos. No podemos percibir el mundo como realmente se nos presenta, porque no disponemos del tiempo -o eso creemos- ni de los mecanismos adecuados para ello.
Así, perdidos como nos encontramos, creemos ver la luz en alguien que en realidad nos ciega, sin ser consciente de que sin luz propia no podemos comportarnos tal cual somos en realidad.
Tan desesperados nos sentimos que nos aferramos a opciones de felicidad que, de haber estado en posesión completa de nuestras facultades, habrían sido descartadas o habrían requerido mucha más dedicación.
Y, de esta manera, avanzamos velozmente, con las uñas hincadas en el brazo de nuestro salvador, plenamente convencidos de que tal guía nos va a ayudar a recuperar la vista; cuando sólo empeora el síndrome, puesto que no deja que hallemos nuestro propio camino -aunque sea en las tinieblas-.
Pero de la misma manera que no podemos observar algo que no conocemos lo suficiente con una mirada científica, tampoco podemos mirar con ojos heridos al que creemos es el gran descubrimiento de nuestra vida, y llega un instante en el que el brazo se suelta y quedamos desamparados en la oscuridad de nuestra invidencia.
Una vez me dijeron que las dificultades nos transforman: dejamos de ser fieles a nosotros mismos para abandonarnos a la ceguera.
Lo más doloroso no es el propio impacto, sino la rehabilitación; pues conforme vamos recuperando la vista caemos en la cuenta de que nos hemos traicionado y de que nuestros ojos escuecen ahora con más intensidad que nunca.
La recuperación puede darse de inmediato si somos afortunados; pero en otras ocasiones la invidencia se ha reforzado tanto que hay que marchar, pasito a pasito, para volver a ver el mundo con ojos nuevos. Y lo que es peor: tenemos que hacerlo en soledad.
Es entonces cuando nos falta un buen bastón, y desearíamos no haber tirado todo por la borda por una ceguera transitoria: nuestra vista, nuestro amor propio, nuestras convicciones; nuestras bases.
Y, a falta de bases, sólo queda un camino: el que tenemos por delante y debemos -también podemos- caminar solos hasta que, una vez curados los estigmas, recobremos todos y cada uno de nuestros cinco sentidos para, ahora sí, volver a amar otra vez.
Reflexionando...
Deberíamos usar el pasado como trampolín y no como sofá.
Harold McMillan
miércoles, 17 de febrero de 2010
Una vívida irrealidad
Tan sólo temo que las cosas no vuelvan a ser como antes.
lunes, 15 de febrero de 2010
Dulce exceso
Atiborrarse amarga el sabor de lo más dulce.
martes, 2 de febrero de 2010
El tallo seco
lunes, 18 de enero de 2010
Corazón contaminado
logro recordar muchas escenas con perfecta nitidez, evocando detalles, palabras y hasta el más mínimo gesto. Pero hoy no. Hoy la escena ha tenido tanto de
desconsiderada que mi mente se niega a iniciar evocación alguna. No quiere
recordar. No desea volver a ese lugar, a ese tiempo -muy próximo, por lo que, de
hecho, le resultaría sencillo hacerlo-, por vergüenza. Está avergonzada de sí
misma, pues ha dejado que su dueña pronuncie, probablemente, las frases más
plagadas de ira, egoísmo y envidia de su vida.
sábado, 9 de enero de 2010
El muro de seguridad
Eres el arquitecto de mi corazón.