jueves, 3 de febrero de 2011

El avance


No se puede disfrutar del paisaje con bultos a cuestas.
Me gustan los trenes. Su sonido renqueante, la calma perpetua al caminar por los pasillos de los vagones. Los compañeros sorpresivos que encuentras en el asiento de al lado; que ofrecen charlas balsámicas, palabras de atención tierna, o simplemente miradas cálidas.

Aunque muchos opten por calificar los viajes como aburridas obligaciones, yo pagaría por poder subirme a un tren más a menudo. Es en los vagones donde, a merced de un buen libro o de un agradable chorro de música, se me aparecen las más curiosas revelaciones.

Algo adormecida por el incesante traqueteo, suelo echar vistazos a través del cristal, donde las ciudades de variadas tonalidades, los picos y los prados o las carreteras colindantes se funden con mi ánimo y abren una caja de sensaciones en la que todo lo que percibo a través de los ojos tiene un significado. Con esas vistas frente a mí, siempre es más sencillo ahondar en el pasado y en lo que está por venir. Se me antoja más fácil que de costumbre sentir los acontecimientos y valorarlos; y también la vida y sus paradojas se presentan de manera más evidente.

Ojalá, en esos instantes de paz infinita, pudiera levantarme, coger mis maletas y precipitarme por la puerta hacia las plataformas de alguna preciosista estación. No sería tan complicado, puesto que en alguna de ellas habría anfitriones esperando verme descender la escalera para enseñarme vistas reconfortantes. Para ayudarme a sentir de nuevo el aire fresco en el rostro.

Pero no estoy preparada para apearme. Todavía llevo muchos bultos de los que no me he desprendido. No podría pasear por los parajes de la vida con ellos a cuestas. Por muchas ganas que tenga de dar un salto en algún andén, algo me dice que no es el momento.

Prefiero quedarme dentro, acompañada por buenas conversaciones, y arropada por algún que otro amigo comprensivo que, poco a poco, me inste a abrir las ventanillas. Sólo puedo ser yo la que, progresivamente, vaya descorriendo los cristales y deje pasar los huracanes que quizá esperen ahí fuera.

Pero no podré cargar con más recuerdos hasta que archive el resto.

Reflexionando...

El dolor es, él mismo, una medicina.
William Copwer

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