lunes, 18 de enero de 2010

Corazón contaminado

Sé que esto no es sano, pero me gusta contaminarme.
Humo. Una cortina, espesa y putrefacta, reduce mi mente a polución. Casi siempre
logro recordar muchas escenas con perfecta nitidez, evocando detalles, palabras y hasta el más mínimo gesto. Pero hoy no. Hoy la escena ha tenido tanto de
desconsiderada que mi mente se niega a iniciar evocación alguna. No quiere
recordar. No desea volver a ese lugar, a ese tiempo -muy próximo, por lo que, de
hecho, le resultaría sencillo hacerlo-, por vergüenza. Está avergonzada de sí
misma, pues ha dejado que su dueña pronuncie, probablemente, las frases más
plagadas de ira, egoísmo y envidia de su vida.

Me da la sensación de que a mi mente no le avergüenza ser egoísta en sí. Siempre hay instantes en los que pensamos en nosotros mismos, y no sólo de manera objetiva, sino de modo subjetivo: sintiéndonos orgullosos de nuestras pequeñas proezas, alabando nuestro esfuerzo, copándonos de fuerza interior para convencernos a nosotros mismos de que nos merecemos lo mejor por el simple hecho de aspirar a ello.

Y es que eso no está mal. "Quiérete a ti mismo", dicen, lo cual encierra una verdad absoluta. Sin embargo -como todo-, el egoísmo presenta unos límites; unos límites que, como con otras muchas cosas, se pueden traspasar fácilmente y dar lugar a excesos. Y ese ha sido el problema, y la base de que mi mente, y por descontado yo misma, nos neguemos a recordar, cerremos nuestras puertas ante lo evidente: nos hemos contaminado.

Si acaso la contaminación fuese sólo propia, "allá yo", podría pensar; pero ese no es el caso. El caso es que he consentido que todas esas sustancias nocivas se traspasasen a él. He permitido, con todo el cinismo que tenía a mano, transmitirle frustración y la más estúpida de las envidias. Pero aún hay algo más vergonzoso: él no es cualquiera, es aquel al que debo más. Podría extraer de sus bolsillos una hoja alargada y comenzar a contabilizar mis deudas con su persona; y estoy segura de que no podría saldar ni una cuarta parte de ellas.

¡Cuántas veces lo he pensado! El amor entronca con la confianza, y la confianza supone confiar, comprender y compartir. El mayor enemigo del compartir es la pura envidia y, sobre todo, el egoísmo ciego. Este razonamiento, guiado por la lógica más primitiva, da por sentado que no hay amor. Porque lo parece y -sin duda-, él podría pensar algo así; lo que nos conduce a otro peligroso límite, que provocaría que cada uno marchase por su lado.

En palabras del maestro, cada vez hay más tú, más yo, y ni rastro de nosotros. Por eso, temo. Temo porque todos mis egoístas anhelos continúen cegándome, lo que resultaría fatídico para los dos. Y es que hasta a este hecho se le puede aplicar el egoísmo. Ojalá, si es que mi yo egoísta continúa en auge, sea para bien: para rogarte que te quedes conmigo por mi propia salud, por mi felicidad individual.

Ayúdame a curarme de esta afección.

Reflexionando...

Una demostración de envidia es un insulto a uno mismo.
Yevgeny Yevtushenko

1 comentario:

La sonrisa de Hiperion dijo...

Corazones que se hacen daño, a sí mismo, porque el peligro de morir de la ponzoña, nos autoasesina, la mayor de las veces...

Saludos y un abrazo enorme.

Powered By Blogger