jueves, 2 de diciembre de 2010

La bofetada


Olvidarte no es cuestión de cerrar los ojos.
Ya era bien entrada la mañana cuando despertó de un sobresalto. La habitación dormitaba en la penumbra, y los fuertes rayos de sol no lograban traspasar ni una de las rendijas de la anticuada persiana.

El cansancio le había sentado mal: la melena revuelta, las sábanas arrugadas, la mirada perdida. De ningún modo había sido una buena noche.

Habían sido diez horas de relajación física, pero en las que la mente había borbotado como no lo había hecho desde hacía días. El anhelo de apartar de ella todo antojo de tristeza durante la vigilia había desembocado en una larga, dolorosa y onírica jornada a través de calles desconocidas.

Con toda probabilidad, nunca había viajado tantas horas como lo había hecho durante aquella larga noche de invierno. Había tomado trenes, autobuses y caminado enormes trechos; había recorrido una ciudad amenazante y arisca, repleta de muchedumbres que avanzaban a su propio ritmo y a las que les importaba bien poco lo perdida que se hallase. Lo curioso es que en este terreno hostil se había cruzado con personas capitales en su vida, que le habían aconsejado que desistiera de perder el tiempo junto a él.

Mas ella los ignoraba con acritud: estaba convencida de que su corazón estaba a su lado, y avanzaba, resuelta, buscándole entre las masas. En realidad se habían citado en algún punto de ese hábitat enigmático,a pesar de que él parecía prestar poca atención a dicho encuentro. Se encontraban casualmente uno junto al otro, pero él volvía a internarse entre la gente. Ella, aun perdiéndolo de vista, continuaba su camino, deseosa de volver a ver de nuevo aquellos ojos de avellana y esa sonrisa de niño pícaro que tanto le apaciguaba el alma.

Llegado algún punto, logró abarcarle en un espacio cerrado. Ella era consciente de que la escena no podía ser real: estaba frente a él, y de ninguna manera esto se podría haber producido con tanta facilidad en la vida corriente. Además, él la miraba; sí que es cierto que con los ojos entornados, quizá eludiendo el contacto visual directo. Pero su posición era firme, y nada había de huída en su pose.

Tras haber mediado palabras superfluas, que correspondían con la idea previa con la que había acudido a su encuentro, una rabia incontenible se apoderó de su cuerpo. Ascendía como una marabunta a lo largo de sus venas y no lograba tomar el control de ella. De hecho, ni siquiera quería: ya no le quedaban más formas de expresar su desazón. Levantando el brazo derecho, le propinó una sonora bofetada en la mejilla. No reverberó: el sonido era opaco, contundente.

No era suficiente: las punzadas del corazón no remitían. El desahogo fue en ascenso: su fuerza era como un torrente. Bofetada tras bofetada, puntapié tras puntapié, la tristeza era mayor que cuando la pelea había comenzado. De hecho, no existía tal pelea: él se dejaba hacer. Asustado, se encogía y cerraba los párpados para recibir el siguiente escarmiento, pero no cejaba en su empeño. Su opinión no cambiaba en absoluto a pesar del enfrentamiento físico. "No te quiero. Nunca te he querido", murmuraba entre dientes, a pesar de que eso acrecentase la ira de ella.

Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que los golpes le procuraban mucho más dolor a ella. Las manos escocían; el corazón destilaba litros de amargura. Por el contrario, él permanecía imcólume, sin restos de llagas o moratones. Este episodio no le dejaría cicatrices; acaso algún que otro recuerdo. Pero los estigmas sí que nacerían en las palmas de ella.

Llegado este momento, abrió los ojos como un resorte. Las manos lucían mortecinas, el cuerpo entumecido. Efectivamente, nada de aquello había sucedido realmente; pero se encontraba tan agotada como si aquellos golpes hubiesen sido ciertos. Emitiendo un suspiro de alivio, se arrastró por la casa de manera automática, todavía rumiando los porqués de aquel incidente onírico.

Entonces lo comprendió todo. Por mucho que se esforzase en abrir su pecho y mostrarle el corazón enllagado, él no se turbaría un ápice. Por mucho que le regalase un río de palabras sinceras, él no se acabaría empapando. Por mucho que le abofetease para que bajase a la tierra, él no reaccionaría. La razón era muy simple: el terreno que ambos pisaban no era el mismo. Él ya tenía los pies en el suelo, pero en un universo distinto. Por eso, era inútil tratar de atraerle al suyo si él no quería despegarse del suelo por el que había caminado hasta entonces.

Sólo el amor más puro y verdadero nos hace levitar y conocer nuevos parajes; escenarios en los que creíamos que nunca íbamos a entrar.

Pero ellos vivían en mundos distintos.

Reflexionando...

Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección.
Antoine de Saint-Exupery

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