miércoles, 17 de febrero de 2010

Una vívida irrealidad



Tan sólo temo que las cosas no vuelvan a ser como antes.
Esta noche, mi subconsciente me ha vuelto a delatar. Quería, deseaba conciliar el sueño y sumergirme en el pacifismo que tanta falta me hacía después de un largo día. Mas mi mente no me ha concedido una tregua, y ha vuelto a regalarme uno de esas intensísimas ensoñaciones que hacen que el corazón rebote hasta casi salirse. Eso sí, no ha sido una pesadilla. Ha sido un sueño de verdad: agradable, extraño, pero feliz. Ni siquiera podría evocar con precisión qué ocurría exactamente. Sólo sé que él estaba allí, y que, aunque pertenezcamos a mundos tan diferentes, era una señal de que algo grande está por venir. Tan sólo sé que sonreía, que lo pasábamos bien, y que me sentía tremendamente afortunada por volver a verle. Y quiero pensar que esa visita en sueños no era una casualidad.

Él era la señal de mi regreso, mi tan ansiado y esperado regreso.

¡Podría escribir Biblias! En apenas treinta días, viví más que en varios meses de rutina escolar. Viví intensamente, cosa que no se puede hacer siempre.

Aún puedo recordar cómo, soñolienta, llegué a aquel universo extraño en un día bastante cubierto. Los ojos nublados, el cartel fosforito, los abrazos que no esperaba. Después ella, con su dulce sonrisa alambrada; y el chiquitín ruborizado. Y más tarde él, sentado en las escaleras del porche en una mañana soleada intentando arreglar Dios sabe qué cacharro.

No sé cómo, pero estrechamos lazos con la facilidad con la que se derrite un bombón en la boca. Escuchábamos música. Tomábamos batidos y contábamos chistes y proezas en los escalones de la casa. Por las noches, dábamos largos paseos tontos en los que efectuábamos pequeñas locuras de las que siempre salíamos airosos y con el pulso más que revolucionado. Reíamos por todo y por nada. Cenábamos en la calle. Caminábamos descalzos por el asfalto, y tratábamos de encestar a canasta mientras empujábamos al contrario. Nunca ganaba, pero apenas me importaba.

En esos días, me convertí en profesora. Intentaba en vano hacerles salir de su limitado vocabulario hispánico, basado en los términos hola, señorita y luchador. Poco a poco, fui descubriendo que preferían las palabras malsonantes a decir oreja u ojo. Pero aunque ellos apenas progresaran, a mí me ayudaron muchísimo sin siquiera enterarse.

Voló. El tiempo voló con tantísima rapidez que me pregunto cómo llegaron los últimos días. Pero llegaron, y comenzamos a apurar los segundos con más paseos, bailes, excursiones, acampadas en el jardín, risas flojas. Y en un santiamén ya estaba sollozando dentro del autobús, diciendo adiós a una segunda madre y a unos hermanos que, sin ser consanguíneos, me habían dejado una huella hondísima.

Sé a ciencia cierta que mis lejanas tierras del Pacífico distan mucho de ser como las recuerdo; lo que no significa que no sean así, sino que en mi memorándum personal las emociones colorean todo a su modo. Así, lo que quizá era un barrio común, aburrido y en calma, para mí era un pseudoparaíso del que me alejé a regañadientes y con las lágrimas empapándome las mejillas. Me he convertido en un Edward Bloom que añade cada vez más pormenores a su gran historia; que, en este caso, es más un relato aparte, una especie de fabulosa vida paralela, que una completa.

A veces -sólo a veces-, suelo pensar que continúan ahí, iguales que siempre, esperándome bajo el porche de la última casita a la izquierda de Arbutus Ave. Sin embargo, el raciocinio me advierte de que no es así. Que aunque me recuerden y echen en falta, ya no son los mismos. Han crecido: el pequeño ya no es tan pequeño y se ha cortado el pelo; la mayor ha volado del nido; y el vecino ha conseguido olvidarla y se ha enamorado de nuevo. Su hermanito, por cierto, debe de haber crecido una barbaridad. La madre tiene otro trabajo; el padre puede que haya mejorado los toques en la guitarra eléctrica; y seguramente alguno de los peludos gatitos haya pasado a mejor vida para ser sucedido por otros más pequeños.

Quizá tema que todo no vuelva a ocurrir de igual manera. Pero albergo esperanzas. Será mejor todavía.
Y la próxima vez que nos encontremos ya no será en sueños.

Escuchando... The Way It Is, de Bruce Hornsby

2 comentarios:

La sonrisa de Hiperion dijo...

Un placer siempre pasar por tu espacio. Siempre algo diferente y enriquecedor... Bebiéndome tus letras.

Saludos y un abrazo enorme.

Marta González Coloma dijo...

Muchas gracias :)

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