lunes, 18 de mayo de 2009

Corta y pega

Quizá resulte un poco canalla por mi parte recurrir al copy & paste barato, pero tengo un par de razones que esgrimir a mi favor. Una, que la inspiración no siempre acompaña y que tirar de archivo alguna vez no es pecado. Dos, que la inspiración que me acompañó la semana pasada cuando escribí esto. Que lo disfrutéis.


Por cierto, se aceptan interpretaciones varias.

El clavel rojo

Ella apenas disponía de tiempo. Mientras avanzaba a duras penas a través de la capa nívea, notaba una presencia tras de sí, que le obligaba a avanzar al ritmo de sus frenéticas palpitaciones.

Fue entonces cuando le vio.

*****

La estancia estaba en penumbra. El arbolito de Navidad, alumbrando un rincón, no lograba acabar con la atmósfera un tanto tétrica del lugar, que contrastaba con las pomposas luces provenientes del exterior. La negrura recorría cada cuarto del piso, y perecía en la habitación más amplia por obra de una lámpara de mesa.

Marina accedió, a pasitos cortos, al dormitorio. La cajita de madera continuaba sobre la colcha rosada: justo donde la había dejado la última vez. Destaparla suponía reabrir una herida; una herida un tanto rasposa a la que le costaba cicatrizar, aun con el paso del tiempo. Sin embargo, esa noche no pudo contener el anhelo de volver atrás.

Una explosión de imágenes sacudió su memoria como si de un terremoto se tratase. Fotografías ajadas y papelitos semiarrugados le devolvían a un pasado no tan lejano en el que le hubiera gustado anclarse por siempre...

Le recordaba con una inusitada claridad. En sus años mozos, había sido un jovencito muy guapo: la barbilla redondeada, el pelo revuelto, la nariz respingona, la sonrisa tierna. La figura esbelta, las largas piernas, la espalda estrecha. Y, por encima de todo, ese tono azulado del iris que tanto le había encandilado en noches de teatro como aquellas. En esas veladas, se disfrazaba de mimo y se comportaba como un payaso; o se engalanaba cual aristócrata para hacerse el señorito ante ella. El 23 de abril de 1996 vestía traje negro y una chistera. Ese día acarició sus mejillas por primera vez, provocando un fuerte rubor, y le entregó un precioso clavel rojo.

Pero lo que el contacto de él provocaba ahora no era más que dolor. Un intenso y agudo dolor, que escocía por dentro con más intensidad que las magulladuras externas.

Aquel 23 de abril, él la había besado sobre el escenario. Esa noche él era Bruno, y ella Cecilia. Podían desmelenarse. Pero, al correrse el telón, volvían a convertirse en ellos mismos. Y en ese momento Marina comprendió que los labios de él, que no se separaban de los suyos, no hacían nada por exigencias del guión.

Esas cosquillas de emoción de antaño estaban profundamente ocultas en el cajón del olvido. Lo único que todavía le enlazaba a su rostro eran unos documentos y una vinculación que bien podría haberse denominado de esclavitud.

Las memorias se iban volviendo más amargas conforme se sucedían. Recordó su partida.

-Tengo que irme... sé que serás feliz. Cuídate, y déjate cuidar por él. Yo ya no pinto nada aquí.
-Pero, ¿por qué...?
-Este no es mi sitio. Le perteneces.
-¿Volverás?
-Lo prometo.

Unas amargas lágrimas desfilaban sobre su tez cuando, al fondo de la cajita, entre retazos de papel, encontró un bulto. Al ir despejando el terreno halló un tallo verde reseco y, al acabar con los escombros, acertó a extraer dicho bulto del recipiente. Era un clavel rojo. Pero estaba marchito.

*****

Aquella noche de diciembre no era como las demás. La calle Clarín se asemejaba a una extensa alfombra de porcelana que se iba desenrollando, manzana tras manzana, alcanzando los más minúsculos rincones del barrio. El fulgor de la luna parecía iluminar a conciencia las zonas blanquecinas del suelo, resaltando su hermosura. Era tal la improvisada belleza de un lugar tan corriente que los escasos transeúntes, anonadados por la visión, se detenían en seco y abrían mucho los ojos. Las cortinas se descorrían y las rendijas de las persianas se levantaban con timidez para contemplar el inesperado espectáculo.

Pero ella apenas disponía de tiempo. Mientras avanzaba a duras penas a través de la capa nívea, notaba una presencia tras de sí, que le obligaba a avanzar al ritmo de sus frenéticas palpitaciones.

Fue entonces cuando le vio.

Marina, de repente muy quieta en el centro de la rúa, parecía una suerte de estatua entristecida. Los copos de nieve que cubrían sus mechones le otorgaban un aire de ancianita estupefacta, pues era incapaz de asimilar que aquello no fuera producto de una ensoñación.


Ahí estaba él: los ojos cristalinos, la pintura blanca extendida por su rostro y cuello, el bombín ladeado, la sonrisa tierna. Un gesto entre curioso y cómico se dibujaba en su tez.

Fue un gesto que, de improviso, dotó de una sobrenatural energía al cuerpo de ella. Atravesó callejuelas, cruzó avenidas, torció esquinas. Y cuando llegó frente a la puerta acristalada ante la que había pasado tantas veces, presidida por una bandera, se envalentonó: esta vez la cruzó.

Al otro lado, él le guiñaba un ojo mientras sostenía un gualdo clavel en su mano derecha.

*****

Botas altas, gorros de lana y gruesos sobretodos. El paisaje de la modesta plazoleta, con su quiosco en el centro, habría sido digno de ser colocado en una postal.

El encargado del puesto de revistas, un hombretón que sobrepasaba los cincuenta, tendió la prensa a una pareja de parroquianas del barrio. La portada estaba ocupada por una enorme fotografía de un paisaje nevado; Nieve en el sur, rezaba el titular. Esta llamativa primera plana eclipsaba una imagen, emplazada en una de las esquinas, de una sonriente mujer de bucles oscuros. La violencia de género se cobra a su vigésimo primera víctima del año en Granada.

-No hay derecho, Mercedes. Cuando oí las sirenas anoche me temía una desgracia como ésta...
-Pobrecita. Con lo discreta y amable que era.
-¡Y su marido! ¡No puedo creer que fuese así!
-Ya te dije yo que ese hombre, tan silencioso, no me daba buena espina. Tú y yo conocíamos a la Marinita desde chica, y las dos sabíamos que tendría que haberse quedado con el Esteban.
-¿El gemelo? Nunca los distinguí, la verdad. Pero todo el mundo decía que era muy buena gente...
-Luego se fue.
-Sí, se fue.
-Y no se dio cuenta de que la dejaba en manos de este sinvergüenza. ¡Dios le perdone!

Con un gesto apesadumbrado, ambas vecinas se alejaron a paso lento, entre la nieve ya embarrada y mustia.


Viendo... La requetefamosa escena de Gene Kelly.



Simplemente fantástico.

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