domingo, 5 de abril de 2009

Esto no es una práctica

Más bien es lo que se podría llamar simulacro de práctica. Porque la oficial ya está en borrador y sólo le faltan unos cuantos retoques. Pero ésta tan sólo es una improvisación. ¿Por qué la escribo, entonces? No es por llevar la contraria a mis compañeros de clase bloggers (^^), ni por el simple hecho de que me encante el masoquismo. Simple y llanamente, porque la ocasión es merecedora de ello. Porque relatar tu "momento de máxima felicidad" es algo difícil, pero hermoso.

Quizás la versión para entregar asome su cabecita por aquí un día de estos, pero, por el momento, he aquí la extraoficial. Porque semejante tema no merece una sola práctica.

Recomendación previa: léase con la siguiente preciosidad de banda sonora.




Mi reloj de muñeca es pequeño y funcional, bastante cómodo, y con un aire deportivo. No es que lo deportivo me pegue bastante, la verdad. Lo mío, con seguridad, no es el deporte. El caso es que mi reloj me gusta. Deportivo o no, qué más dará. Casi nunca me lo planteo, pero aquella soleada jornada sí que lo hice.

Ciertamente, aquella era una tarde espléndida. El astro rey se pavoneaba ante la Tierra, luciendo con toda su fuerza y bañando de calor cada centímetro del pavimento, la verdísima vegetación y los cañones de la Ciudadela. La piedra relucía con fulgor. Algo bastante extraño para tratarse de un 13 de octubre en Pamplona.

No obstante, lo que copaba mi atención no era eso, sino las manecillas de mi reloj. Plateadas, con tintes grises, avanzaban inexorablemente hacia la hora cumbre y yo, impotente, no era capaz de detenerlas. Cinco minutos para las cinco. Cuatro minutos para las cinco. Tres minutos para las cinco. Dos. Uno. Las cinco. Pero no sucedía nada. Miré en derredor, tratando de sacar algo en claro de todo aquello. El minutero seguía avanzando, y lo hizo hasta alcanzar las cinco y cinco. Aquello no me podía estar pasando; de ningún modo.

Apenas dispuse de más minutos para plantearme una lista de alternativas. Los rayos solares, que me cegaban cuando alzaba mi vista hacia el horizonte, de repente no rozaron mi piel, pues algo se interpuso entre ellos y yo. Debió de decirme algo, supongo que alguna que otra palabra cortés. Pero yo estaba ensimismada, porque la agonía impaciente hubiese pasado y por tenerle ahí, justo a mi lado en aquel minúsculo banquito de piedra.

Vestía un polo de rayas azules, que peleaban, como queriendo abrazarse, pero no llegaban a tocarse. También llevaba unos vaqueros y zapatos negros. El "abrigo de librero", denominación con la que lo había bautizado cuando me topé con él por vez primera, descansaba en su antebrazo. Y lo más importante: portaba una inmensa sonrisa digna de ser enmarcada.

Es natural que, estando yo histérica, comenzara a charlotear atropelladamente. Sin embargo, él no parecía darse cuenta, sino que me prestaba una increíble atención. No sé cómo, ni tampoco sé por qué, pero la oleada de nervios se disipó al instante. Nos levantamos de allí casi a la vez y, empezamos a caminar. Físicamente, rumbo a ninguna parte; interiormente, dirigidos al conocimiento mutuo.

Si hay algo que hicimos durante esas cortas cuatro horas, fue hablar. Hablamos sin tregua ni descanso, sobre todo y todos, yendo de cosas banales a asuntos profundos. Hablamos tantísimo que soy incapaz de recordar todos los palos que tocamos. Paseamos y dimos con una cafetería donde, con el café como excusa, continuamos nuestra apasionada conversación. Le miraba a los ojos y él me devolvía el gesto con intensidad, mientras yo rompía en pedacitos una servilleta de papel, mi costumbre más arraigada cuando me acomodo ante una mesa de bar. Para que me detuviese me tomó de las manos con firmeza. Aunque ya había abandonado mi curiosa actividad, continuaron enlazadas. Las palabras corrían como en un torrente de agua, sin esfuerzo, sin presiones. Parecía que nos conociésemos de toda la vida y, por un instante, se me antojó la idea de haber visto su rostro antes, en otra parte.

Contra mi voluntad, la tarde cayó y el cielo, sobre nuestras cabezas, se tornó de un bermellón oscuro. No hubo más remedio que rehacer la senda de vuelta, a través del centro de la ciudad, hacia la fortificación que nos había visto encontrarnos. Por el camino aprovechamos el tiempo para entonar canciones de Moulin Rouge sin que nos importara que cualquier transeúnte nos observara con gesto extrañado.

Quisimos alargar la despedida. La noche ya había inundado todo, pero yo me senté en un banco de la Ciudadela, con los brazos alrededor de las piernas, con la esperanza de que el tiempo se congelase. Escruté la luna llena, nívea y otoñal, y él, sin pronunciar palabra, me abrazó por la espalda. Anhelaba profundamente que el minutero dejase de funcionar.

Pero no fue así; más bien el tiempo pareció correr más deprisa cuando nos separamos. Nos pusimos de pie y pareció que todo recobraba su curso habitual. Las obligaciones diarias nos llamaban a gritos: era el momento de marcharse. Apenas nos separaban unos centímetros y él, con una ternura infinita, posó sus labios en mi frente.

Después se dio la vuelta y esbozó su peculiar sonrisa. Las manecillas de mi reloj marcaban casi las nueve en punto cuando le vi alejarse, esta vez con su "abrigo de librero" puesto.

2 comentarios:

Sonia dijo...

Martiuus! Me encanta tía, te ha quedado genial la verdad^^
Pero...tengo una duda: ¿cómo son los abrigos de librero? es extraño que lo digas, porque yo cuando entro en una librería, suele hacer calor, y los libreros no llevan abrigo!
Ya me lo explicarás!
Un besooo

Marta González Coloma dijo...

Jajaja, el "abrigo de librero" simplemente viene de que la primera vez que le vi lo llevaba puesto y en una librería.

¡Gracias por comentar, cielo!

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