sábado, 18 de julio de 2009

Salto al pasado


De repente, estaba allí. No sabía con certeza cómo me había transportado de nuevo hasta ese lugar de mi memoria, pero lo veía todo con una diáfana nitidez.

Gente, mucha gente. Multitud de rostros conocidos a los que me abalanzaba, y en cuyos hombros me apoyaba para llorar a lágrima viva.

Apenas había dormido aquella noche, vagabundeando por los pasillos y las habitaciones, riéndome por todo y por nada, y comenzando a lloriquear acompañada por mis compañeros de andanzas. No era capaz de conciliar el sueño ante la poco halagüeña perspectiva de la partida. Y la mayoría tampoco podía.

Para algunos, quizá eran diez días que pasaban sin pena ni gloria. Pero para otros, entre los que yo estaba clarísimamente incluida, eran 240 horas irrepetibles, que siempre deseaba que pasaran con lentitud, la mayor lentitud posible.

Tampoco era para tanto, ¿no? La comida no era del otro mundo, íbamos a clase por la mañana, hacía un calor terriblemente pegajoso y no todo el mundo era tan simpático. Sí, había fiestas hawaianas, de pijama, de cambio de indumentaria, citas a ciegas, torneos de baile, gymkanas y excursiones al río y al campo. Pero bueno, tampoco era para tanto, ¿verdad?

¿O es que ellos lo hacían diferente? Quizá sí. Porque, de lo contrario, no comprendo cómo he podido mantener a algunos a mi lado, o seguir recordando mucho a otros. Será porque ellos lo hacían así. Si así no fuese, no habríamos sufrido como sufrimos aquel fatídico último día.

Mis padres, al encontrarme en tal estado a su llegada frente al instituto de Lumbier, no sabían cómo reaccionar. "¿Por qué lloras, hija?"-preguntaban angustiados- "¿creías que no íbamos a venir a recogerte?". Pero yo, negando con la cabeza, les respondía: "No: es que no quiero irme".

Súbitamente, he vuelto a chocar con la realidad. He visto otra multitud de rostros, pero esta vez desconocidos. En una esquina, unos adolescentes se agolpaban como una piña para arropar a los que se iban marchando. Vestían la misma camiseta e iban plagados de firmas hasta los topes, por la espalda, los brazos y las piernas, y sus reacciones se han presentado ante mis ojos como mi viva imagen. La imagen de una niña que no quería irse a casa porque había encontrado un pequeño hogar de ensueño.

Entre caras tristonas o esbozadoras de una mueca de felicidad resignada, me he topado con la de mi hermanita. La he visto, con sus rizos castaños y su sonrisa pícara, alegre y pizpireta. Y así he vuelto a la puerta del instituto de Lumbier.

Sin duda, ella se toma las despedidas de otra forma.

Escuchando...Saturday Night.



Por vosotros.

2 comentarios:

Dani dijo...

Hasta leerlo, había asumido erróneamente que Lumbier tampoco fue para tanto. Hay que ver, con la de años que hace de aquello. Seguir recordándolo tan vivamente demuestra que fue algo grande. Yo seguiré deseando fuerte fuerte que los japoneses inventen una máquina del tiempo, ¿vale? =D

Marta González Coloma dijo...

Estaría bien, sí. Gracias, Dani ;)

Powered By Blogger