viernes, 30 de octubre de 2009

Lazos rotos


Y la compenetración llegó con la normalidad.
Será que todavía no lo asimilo. Será que todavía no lo comprendo. Será que todavía no lo concibo. Pero se me hace difícil entender que sus caminos se bifurquen.

Hubo una vez que me topé con dos personas que encajaban a la perfección. Un par de desconocidos que se compenetraban tan miserablemente bien que enfurecían la envidia de todos los que se hallaban a su alrededor. Dos piecitas que, en el complejo rompecabezas de la vida, se encontraron por el azar del destino y consumaron una profunda unión. Diferentes en su interior, pero engranadas por sus extremos, copados de similitudes. Clac.

Sin embargo, poco a poco, sus bordes comenzaron a desgastarse. Ese tacto firme y dulce se tornó áspero, y la adhesión dio paso al debilitamiento. Cada pieza empezó a resbalar al contacto con la otra, hasta el punto de que, sin una razón de peso, se desengancharon.

Realmente, puede que no hubiera una causa justificada. Sólo pasó el tiempo.

Pero durante ese tiempo que se extendía cada vez más, intervino ella. Ella provocó que dicha extensión se copara de agarrotamiento y dureza, tensando los meses, semanas y días hasta el punto de que no daban para más. Y soltar aquel tiempo extendido supondría un duro golpe.

En efecto, el impacto resultó fuerte, más fuerte de lo que podría parecer, pues no dio lugar a sollozos y encrispamientos, sino a algo mucho más sentido: la resignación, esa resignación del que sabe con certeza que no tiene nada que hacer, que el destino le ha tendido una trampa dolorosa y que sólo le queda salir de ella poco a poco, guardando a buen recaudo sus recuerdos en una vitrina de cristal; una vitrina que se mira, pero no se toca.

Y es que ella es tan maliciosamente imperceptible que va dejando caer su dominio con cautela, de modo que, llegado un punto, nadie se percata de su presencia pero siente sus consecuencias. Se culpabiliza a las circunstancias, e incluso a los propios sentimientos, de acabar con un cuento de hadas. ¿Acaso no se dan cuenta aquellos que la sufren que, en lo más hondo, el sentimiento sigue intacto y se hace más intenso por momentos? ¿Por qué caen en el error de pensar que, cuanto menos se nota la emoción, menos se ama realmente? ¿Cuál es la razón que verdaderamente lleva a pensar a muchos que, cuando la pasión parece esfumarse, no merece la pena seguir adelante?

Están en un grave error. Porque acaso lo que menos notamos resulta ser lo más asentado y protegido; y porque el apasionamiento no desaparece, sino que se entremezcla con la normalidad. Esa normalidad que confunde a muchos, y les hace creer, pobres de ellos, que el amor ha terminado. Y el hecho es que no ha hecho más que comenzar, pues cuando verdaderamente nos compenetramos con el otro, es cuando todo se normaliza; y la compenetración es, nada más y nada menos, que unión. El amor más puro y verdadero.

Mas la confusión acaba con muchas historias comunes y me gustaría pensar que en ésta no se ha dado tal confusión...

Porque creo que conozco a la causante de la separación. Fue la rutina.

Escuchando... Mentiras piadosas, de Joaquín Sabina.




1 comentario:

Arantza dijo...

me has hecho llorar...

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