Las mejores críticas suelen provenir de nosotros mismos.
Lucía una mañana tibia. El mar se extendía pacíficamente ante sus ojos, con sus suaves accidentes acuáticos que subían y bajaban en un devenir incesante. Ella ya se había dado cuenta de que la rutina de la naturaleza se detenía bien poco: por mucho que sucediese tierra adentro o en el interior de los barcos, la vida ahí fuera seguía su curso imperturbable.
Los rayos de sol procuraban un agradable picor en su piel cuando comenzó a pensar que ya era hora de poner punto y final a tanto descorazonamiento. Era el momento de abrir las puertas del camarote, empacar recuerdos para guardarlos en su justo lugar y desempolvar sus objetos más relucientes, que tanto tiempo había dejado apartados en una esquina.
La estancia no tenía demasiado buen aspecto, si bien es cierto que, en las últimas semanas, había terminado con la higiene superficial y reordenado algunos enseres que pugnaban por caer entre tanto vaivén. Sin embargo, era el momento de iniciar una limpieza en profundidad. Una limpieza que sería lenta, trabajosa y probablemente algo dolorosa; pero que sin duda era necesaria.
La solución no era cuestión de planes. Es más: ella estaba convencida de que no había soluciones rígidas al devenir al que estaba sometida su estancia. Al fin y al cabo, su corazón era como un camarote inmerso en un océano de subidas y bajadas de marea: ¿cómo podía planificar lo que sucedería a continuación? ¿Acaso sería lógico intentar anticiparse a los acontecimientos en un mundo tan amplio y flexible como aquél?
Desde luego que no. La respuesta estribaba en otro aspecto: la predisposición. A lo largo de aquel tiempo, había quedado claro que era muy distinto afrontar un maremoto con mentalidad catastrófica a hacerlo con una, aunque pequeña, sonrisa.
"Ser optimista no es fácil", se dijo, "especialmente cuando te han enseñado a no serlo". Durante aquellos nuevos doce meses de viaje, no se había topado con demasiados océanos calmados. Podía afirmar, con total seguridad, que había sido uno de los peores años de su vida dentro de aquella vorágine: muchos de sus compañeros a los remos servían más a los piratas que a su navío; su salud la traicionaba ante las largas jornadas de presión en la mar; y su más fiel compañero junto al timón se había dejado embelesar por los cantos de las sirenas, saltado al agua y abandonado a su suerte en un terreno en el que, sin su apoyo, se sentía más desprotegida que nunca.
Y cuando todo parecía empezar a apaciguarse, una inesperada visita extranjera revolucionó su vida a bordo, puso todo felizmente de pies a cabeza y se marchó sin consolidar el nuevo estado de cosas. Así, cual infeliz capitana, ella seguía tirando de un timón que ya se le había resistido en más de una ocasión, temiendo que otro torbellino pusiese en juego la estabilidad de la embarcación. Todo mientras extrañaba a cada minuto a sus antiguos compañeros, que antaño le guardaban las espaldas ante el infortunio.
Ahora que se planteaba un nuevo orden, se percataba de que, aun habiendo sido tantos los desertores, unos pocos continuaban en la retaguardia. Todavía había una cuadrilla que, armada de los remos más pesados, daba impulso al barco en la parte inferior. También quedaban algunas compañeras que, con su energía habitual, izaban las velas procurando que la estructura mantuviese un cierto equilibrio y, si se pudiese, vigor.
Además, -y esto era lo más importante-, las decepciones habían provocado que no prestase atención a las nuevas incorporaciones. Eran pocas, pero algunas extremadamente fieles desde su entrada en la tripulación; y aunque le costase confiar en nuevos camaradas, esos pocos compañeros le ofrecían unos ánimos que no había tenido en cuenta hasta ese momento. Algunos se limitaban a palmearle la espalda cuando tiraba del timón, mientras que otros eran pródigos en caricias amistosas y palabras de aliento.
En cualquier caso, el barco no se hundía. Aunque los vendavales hubiesen azotado con toda su fiereza las velas y las hubiesen agujereado, algunos de los tripulantes se esmeraban en coserlas de nuevo con paciencia y en restaurar las astillas arrancadas para empezar de nuevo. Su embarcación seguía a flote, y la puerta de su camarote entreabierta, dudosa ante las posibilidades de mejora.
Lo idóneo sería que se hallase de par en par, amarrada con un taco y presta a recibir a quienquiera que quisiese traspasar la barrera hacia una habitación reluciente y acogedora, sin tan siquiera una mota de polvo. O puede que tan sólo unas rendijas estuviesen disponibles: lo justo para que los transeúntes pudiesen ver el desorden interior y, quizá, se aventurasen a golpearla con los nudillos. Pero, ante todo, había decidido que era fundamental procurar que la puerta de la estancia permaneciese siempre abierta.
Nunca se sabe quién puede asomarse por el quicio.
Reflexionando...
Un barco no debería navegar con una sola ancla, ni la vida con una sola esperanza.
Epicteto de Frigia